domingo, 22 de mayo de 2011

10M

Dime que es mentira, que no es cierto, que dada tu ausencia nada merece la pena, dime que esto no es una sucesión de graves desgracias y estúpidos accidentes, dime que es cierto lo que dicen. Ahora, ¿por qué no me alegro de esas verdades? En tus palabras escucho vacío, y orgullo. En tu mirada veo pasado, y recuerdos presentes, y es que tu fuiste quién lo permitió, quién paró corazones y permitió que no hubiera razones. Y cuando casi todo se da por terminado, apareces, perdón, aparecéis, y me hacéis volver a lo mismo. Bueno, es que, esta vez no es cómo las demás, está vez sí que me siento mal. No tengo ganas de nada, y muchísimo menos de quererte. Me duele tu indiferencia, acompañada de tu pasotismo, y cuándo pasas son sólo unos segundos, y cuando creo que está todo olvidado, la sonrisa de gilipollas, cómo no. No entiendes de que va todo esto, y es que no te podrás imaginar jamás lo que has roto en mi. Y espero que sea así, porque me dolería saber que me estás mintiendo. Y es que, muero por tantas cosas, que desvivo porque sientas. Es sólo eso. Se que quizás este no es el camino correcto, que tal vez esté pensando demasiado en ti, y tal vez, tendré que empezar a olvidarte. Aunque ya no volverá a ser lo mismo. Porque no me creerás cuando te diga que estoy feliz. Pero sí cuándo te diga que estoy bien, que no me molestan tus actos. Y si te dignas a verme, bueno, si tu orgullo se digna a verme sonreír será por algún recuerdo de veintiuno, y llegado el veinticuatro. Veinticuatro, en el que caminé despacio, en el que apenas podía respirar. Quise girar mi cabeza, sólo para guardar ese último recuerdo, pero el orgullo que me transmitiste pudo conmigo. Algo dentro de mi quería gritar, pero siempre, lo tuve que hacer callar. Y nunca llegaré a entender eso de que las despedidas son parte de los encuentros. Pero allí estaba, en ese veinticuatro, donde cómo bien sabía, nada sería eterno. Después de un largo tiempo, me di cuenta de que empezaba a llover, veintiuno. Miré al cielo y deje caer algunas gotas sobre mi cara intentando limpiar mi mente de recuerdos. Algo posible sólo por unos segundos. Y pensé en voz alta, la frase que él siempre decía. Y no pude evitar sonreír. Ya había caminado lo suficiente. Había dejado de sentir su presencia. Había pasado el tiempo, anochecía. Hubiera vuelto corriendo a buscar un último beso, pero ya era tarde y nuestros caminos, opuestos. Y él ya no estaba allí. Había aceptado que no éramos eternos. Pero entonces asumí lo perdido, pero como beneficio propio me quité el orgullo y lloré hasta sentir las lágrimas secarse en mis dedos. Lloré hasta respirar profundo y darme cuenta de que ya nadie me hacía bien. Lloré hasta entender que estaba sola y desprotegida en este lugar. Lloré hasta perder la conciencia y sentirme completamente inútil. Lloré, porque comprendí que nada era capaz de hacerme sentir viva y, hasta a veces, poder arrancarme una sonrisa; nada podía ser tan sorprendente y real al mismo tiempo. Lloré porque sentí tu ausencia, esa que hasta hoy nunca había sentido, y por fin logré darme cuenta de que en realidad, aunque me cueste aceptarlo, no es culpa de nadie ni de nada lo que me sucedió. Lloré, porque por primera vez en mi vida me sentí realmente sin apoyo, sin amigos, ni nadie a quien recurrir cuando la soledad corta mis palabras y ahoga mi respiración, gozando una dulce venganza de mis errores y tropiezos. Y fue así como me ví de nuevo en esta habitación tratando de recordarte, recogiendo los pedazos de tu boca, armando de a poco tu risa y sepultando otras voces, para poder entre ellas distinguir tus susurros; y sin querer entenderlo, cuando ninguna de las fichas encajaba, entendí que te había perdido y que además, había olvidado tantos sueños y tantos recuerdos felices. Lloré, porque sólo tenía viejos recuerdos, algunas imágenes borrosas de las que casi no distinguía tu lejana y triste mirada. Lloré hasta creerme feliz por un instante, hasta que sin motivos empecé a reír sin parar, sin llegar a entender completamente que estaba haciendo. Lloré hasta verte al lado mío, secando con tanto amor mis lágrimas, tratando de aliviar mí llanto. Lloré, porque de alguna manera me estaba resignando a seguir cada minuto y cada segundo sin tu compañía. Lloré porque creía sentirme fuerte y comprendí que tú me dabas esa fuerza capaz de hacerme sentir el aire rozar con mis labios; lloré porque nunca te diste cuenta de que todo lo que hacía era solamente por tí, porque nunca sentí que mi esfuerzo era suficiente para que te sintieras orgulloso de mí. Lloré, porque vivía cada día sin vivirlo, creyéndome feliz, convenciéndome de que todo lo que hacía estaba bien. Vivía sólo para entregarte miradas, mis energías, mi vida en un segundo y poder sonreír al saber que te quedarías sólo por mí. Y después de eso, volví a entender que cada cosa que hacía era inútil, que a nadie le importaba verdaderamente lo que hacía o dejaba de hacer. Y lloré, para descargar de una vez por todas, todo el dolor que me ocasionaba sentirme tan poca cosa, de pronto me había olvidado de cómo era sentirse orgullosa de una misma, lloré porque te extrañaba y no podía hacer nada para recuperarte. A pesar de mis intentos siempre hay algo que supera mis fuerzas y me derriba haciendo caer una y otra vez de la misma forma, en el mismo lugar, lastimando mi dignidad. Fue así, que al saber que te habías ido perdí todas las ganas de seguir; tal vez me acostumbre demasiado a tenerte cerca y a que me transmitieras cada día un poquito de tu filosofía, porque de cada día hacías una historia diferente. Antes de que llegaras no confiaba en nadie, ni siquiera en mí, y la verdad es que siempre supe que algún día te iba a perder, porque lo bueno nunca dura mucho (al menos para mí) y lloré como tantas otras veces, a escondidas, para no defraudarte. Lloré, porque te necesitaba más que nunca, más que siempre y la noche recién comenzaba.

No hay comentarios:

Publicar un comentario